domingo, 5 de octubre de 2008

El primer paso

La noche había sido un fugaz duermevela con pausa para una tila muy fuerte. Salí de Málaga el día 23 de septiembre muy temprano. Había llovido toda la noche y por la mañana la situación no había mejorado. Por la ventana, el cielo era una masa gris sin forma diluida por la lluvia. Estaba cansado, la noche anterior había estado rehaciendo la maleta para ajustarla a los 20 kilos que permitía la compañía aérea; me sentía como Mr. Been, en un episodio donde intenta meter toda las cosas que se quiere llevar de vacaciones en una maleta muy pequeña y se dedica a partir, cortar, vaciar todo lo que quiere llevarse. Allí estaba yo, vaciando medio bote de champú, sacando cosas prescindibles y pesando y volviendo a pesar la maleta sin conseguir ajustarla al peso deseado. Fue imposible por tres kilos.

Ese tiempo, lluvioso, sólo hacía a mi madre la despedida más trágica. La despedida fue rápida, simplificada a un abrazo, un par de besos y lágrimas en los ojos de mi madre.

El parabrisa oscilaba a un lado y a otro, marcando el compás de una marcha irremisible. En Málaga dejaba mí vida, ahora que volvía a sentir equilibrio. Con cada vaivén del parabrisas se quedaban atrás amigos: Paloma, Marta, Félix, Luis, Raúl, José Ángel y tantos otros; también mi familia, especialmente mi querida sobrina; la facultad y todo mi pequeño mundo que conocía y creía controlar. No podía echarme atrás, no quería. Los motivos por los que he decidido viajar a otro país son varios y los explicare más adelante. El viaje en coche se hizo corto. A pesar de la lluvia no llegó a formarse caravana y llegamos sin retraso al aeropuerto. La cola formada frente al mostrador de mi compañía era larga y a medida que me acercaba más crecía mi certidumbre de que iba a tener que abrir la maleta delante todos esos rostros desconocidos. Me angustié un poco, pero al final no sucedió nada y esos tres kilos de más no parecían tener mucha importancia.

Me despedí de mi padre, tras alguno de sus consejos y recordatorios y entre en control de policía donde como viene siendo habitual violan tu intimidad y te tratan como a ganado hacia el matadero. Recorrí el cordón de seguridad que zigzagueaba inútilmente ya que no había gente para llenarla y por alguna extraña razón sentía la necesidad de balar como una oveja en señal de protesta; pero me contuve.

La agente que guardaba el arco del detector de metales, me hablaba mecánicamente, y a pesar de hablar ambos el mismo idioma, me resultaba difícil entender sus órdenes desnaturalizadas. Me hizo quitarme todo lo que llevaba encima, y no era poco; con tal de llevar menos peso en la maleta que ya había facturado me había vestido con la ropa más pesada y como equipaje de mano llevaba una mochila llena de libros, la cámara de fotos y el ordenador. Fueron quince largos e incómodos minutos.

En el avión no sucedió nada relevante, excepto las turbulencias.

En las pantallas del avión se podía ver, gracias a una cámara instalada en el morro del aparato, como aterrizábamos. El objetivo de estas no me queda claro, si pretendía tranquilizar a los pasajeros, mostrando en directo como aterrizábamos, no dio resultado. Muchos miraron hacia otro lado, otros, como yo, atraídos por las imágenes no podíamos hacer más que aspirar profundamente y agarrarnos a los reposabrazos, para soltar el aire nuevamente cuando el avión, finalmente, tomo tierra y aminoró.

En Munich llovía, parecía que el tiempo me acompañaba. En la zona de recogida de equipajes se había formado un tumulto. Aquello parecía un concierto de Metallica pero sin música; todos apretujados y dando saltos unos encima de otros para ver, si alguna de las maletas que desfilaban tristemente por la bandeja nos pertenecía. Finalmente llegó la mía o mejor dicho, una parte de ella. La maleta no parecía haber venido volando en la bodega de una avión, más bien, daba la impresión de que alguien la habían traído desde España dándole patadas, por los caminos más pedregoso y embarrados.

En la puerta me esperaba mi primo segundo, Heinsy Mittendorfer; enfundado en una gabardina gris, largo y delgado como un poste de teléfono y siempre impecablemente bien vestido. Me saludo efusivamente, inclinándose primero dando la sensación de que fuera a partirse como una rama de pino seca. Fuera esperaba un volvo negro de alta gama aparcado convenientemente cerca de la salida. Me esperaba una semana en Munich antes de ir a Salzburgo, pero ya he dado el primer paso.